En su lecho de muerte, muy débil y con muchos dolores por el cáncer que lo aquejaba, en agosto hace 69 años, el padre Hurtado dictó una carta. Iba dirigida “a los amigos del Hogar de Cristo” para que fuera leída en la Navidad ese año. Es un mensaje en el que quería dar cuenta de lo que habían ido pudiendo hacer desde su fundación en 1944, y deja en cierta forma una misión.
Dos frases son muy potentes, que siguen resonando hasta ahora, son:
“Al partir, me permito confiarles un último anhelo: el que se trabaje por crear un clima de verdadero amor y respeto al pobre, porque el pobre es Cristo”.
Y
“A medida que aparezcan las necesidades y dolores de los pobres, que el Hogar de Cristo, que es el conjunto anónimo de chilenos de corazón generoso, busque cómo ayudarlos como se ayudaría al Maestro”.
En nuestros días, somos testigos de nuevos rostros de la pobreza y la exclusión, que demandan renovar las instituciones que nos hemos dado para atender el bien común. Personas en situación de calle o de discapacidad; familias que viven en campamentos; mujeres víctimas de violencia y abandono; niños y adolescentes sin el debido cuidado y protección; inmigrantes que han elegido nuestra patria como hogar, con pocas redes y mucho deseo de aportar.
La convención constitucional está dando sus primeros pasos, dentro de los que se avisara el reconocimiento a distintos grupos que históricamente se han considerado marginados, dañados o excluidos y también en avanzar, en la medida que el crecimiento económico lo permita, al establecimiento de derechos sociales garantizados, al cuidado del agua y del medioambiente y a una mejor calidad de vida en las ciudades, entre tantos otros anhelos. No se trata solo de números, ni de aplicar alguna técnica particular o alguna receta que ha resultado en otra parte. Lo principal es, como anhelaba el padre Hurtado, cuestión de amor y de respeto, de reconocimiento de la honda dignidad de cada persona. Sus anhelos siguen plenamente vigentes.